Es tal la obsesión nacional por definir “qué somos” y “quiénes somos” que la aparición de una película resulta suficiente para atizar ese fuego que nos consume. Quien desentrañe eso dado en llamar el “ser nacional” podrá sentir que encontró el santo grial. Nadie lo consiguió, por supuesto. Tampoco está la respuesta en “Homo Argentum”, por más máscaras que se cambie Guillermo Francella mientras salta de estereotipo en estereotipo.

Lo innegable es que pocas sociedades han dedicado tantas energías a preguntarse por su identidad como la argentina, un juego intelectual en el que los artistas son protagonistas. Por ejemplo, Mariano Cohn y Gastón Duprat, realizadores de “Homo Argentum”, vienen explorando ese terreno en su obra. La diferencia es que en este caso, planificada o no, gratis o no (difícilmente lo sabremos), su película encontró en el discurso presidencial una de las campañas de marketing más formidables de los últimos tiempos. Entonces “Homo Argentum” hace ruido, es un éxito, pero también puede generar una trampa.

De Sapiens a Augmentus: Crónica del nuevo homo en el que nos estamos convirtiendo

Pisar ese palito implica considerar a la colección de personajes que encarna Francella -todo un homenaje a la tradición del grotesco en el cine nacional- como una síntesis de la argentinidad. Sería la más extrema simplificación -y además errónea- de un debate profundo y nunca resuelto.

Mucho por discutir

En la política, en la academia, en la literatura, en el cine, en la música, en la escuela y hasta en las sobremesas familiares cobra forma la cuestión del “ser nacional”. Nada nuevo, tratándose de un tema que viene atado a la construcción de la Argentina como Estado. Tulio Halperin Donghi destaca que el país nació entre tensiones irresueltas: la puja entre el interior y Buenos Aires; entre el proyecto agroexportador y un modelo industrialista; entre el europeísmo de las élites y las tradiciones criollas y populares. En ese marco había que inventar un relato homogéneo, tarea complejísima ante tantos fragmentos dispersos.

Uno de esos fragmentos heredados de la Colonia era la naturaleza del criollo, que no se sentía ni europeo ni indígena. Rita Segato lo señala como una suerte de “ontología negativa”. Pésima base para erigir una identidad.

Más aún; con la llegada del Centenario, del aluvión inmigratorio y del promisorio horizonte de un país que se presumía moderno, delinear una identidad nacional se tornó urgente. La operación cultural, en la que colaboraron Ricardo Rojas, Leopoldo Lugones y Joaquín V. González, consistió en elevar al gaucho al altar de la argentinidad. Ese mismo gaucho que, según Sarmiento, sólo servía para abonar la tierra con su sangre, pasó a representar el “quiénes somos”, un símbolo que encarnaba independencia, coraje y libertad.

Desencantados por estos relatos, a los que juzgaban ficticios, ensayistas como Héctor Murena y Ezequiel Martínez Estrada consideraron que la del “ser nacional”, más que una obsesión, es una frustración. En “Radiografía de la pampa”, el de Martínez Estrada es un diagnóstico sombrío: habla de que, en el fondo, lo que tenemos es miedo a la inconsistencia, a la hibridez, a ser sólo una copia imperfecta de Europa.

Jorge Luis Borges, con su clásica ironía, decía que la identidad argentina radica, justamente, en no tener una identidad definida. Por consiguiente, no tenemos una esencia única, sino una pluralidad inabarcable. Lectura recomendada: “El escritor argentino y la tradición”.

Otras posturas

Con la década del 60 llegaron nuevas formas de análisis histórico, filosófico y sociológico. Ya no fue necesario devanarse los sesos en la búsqueda de una argentinidad granítica y fundante. El relato de nación podía ser amplio, diverso y, por sobre todo, vivo.

De Sapiens a Augmentus: Crónica del nuevo homo en el que nos estamos convirtiendo
Santiago Garmendia, sobre “Homo Argentum”: “Es un bestiario de la argentinidad”

Juan José Sebreli se refirió al riesgo de congelar una “esencia nacional” en lugar de reconocer la pluralidad y la diversidad. Para Sebreli, la Argentina debía pensarse más como un mosaico en constante cambio que como una esencia fija. En tanto, Rodolfo Kusch propuso mirar hacia la cultura andina y americana para encontrar lo propio. Al ideal europeo enfrentó lo indígena y lo mestizo, allí donde pervivía una lógica distinta de habitar el mundo. Para Kusch, más que del “ser” nacional había que ocuparse del “estar nacional”. Una identidad cambiante, en perpetua formación.

En su análisis del peronismo, Gino Germani sostuvo que gran parte del conflicto argentino se debía al ingreso abrupto de las masas a la política, lo que puso en tensión las identidades previas y obligó a redefinir qué era “lo nacional”. El peronismo, como antes el yrigoyenismo, ofrecía una respuesta distinta a la establecida por las élites tradicionales.

¿Por qué?

Cada crisis económica, cada fractura política, cada desencanto social vuelve a abrir el interrogante: ¿somos europeos frustrados, latinoamericanos inconclusos, gauchos modernizados, inmigrantes eternamente desarraigados? El filósofo León Rozitchner advertía que está en juego una cuestión cultural, pero también una disputa de poder. Nombrar el “ser nacional” implica decidir quién queda dentro y quién queda afuera de la comunidad imaginada. Por eso, la identidad argentina nunca se resuelve definitivamente. Se trata de un campo de batalla simbólico en el que se juega el presente.

Como sugiere Beatriz Sarlo, tal vez la clave sea abandonar la nostalgia de una esencia perdida y aceptar que la identidad argentina se construye en la mezcla, en la hibridación de múltiples raíces y en la reinvención permanente.

¿Y el cine?

Más allá de ser una industria cultural y un entretenimiento masivo, el cine ha funcionado desde sus orígenes como un espejo donde los países proyectan, construyen y reafirman su identidad. Cada encuadre, cada guión, cada personaje obedece a una trama, y a la vez habla de una época y de un modo de ver el mundo. “El cine es la verdad a 24 cuadros por segundo”, sostenía Jean-Luc Godard.

En Estados Unidos, por ejemplo, el western definió el mito fundacional del hombre libre que conquista territorios. En Italia, el neorrealismo de la posguerra, con películas como “Roma, ciudad abierta” y “Ladrón de bicicletas” visibilizó la dureza de la reconstrucción y les proporcionó voz a los marginados. En Francia, la nouvelle vague convirtió la pantalla en un laboratorio de nuevas formas de libertad creativa, en paralelo a inquietudes políticas y culturales que harían eclosión en mayo de 1968.

“Nobleza gaucha” (1915), inspirada en el universo de Martín Fierro, emergió como uno de los primeros intentos de construir una identidad argentina a través de la pantalla. Allí se exaltaba la figura del gaucho, presentada como emblema de nobleza y resistencia frente a los poderosos.

El cine sonoro le abrió la puerta al tango. “Los tres berretines” y “La vida es un tango” capturaron el espíritu urbano de Buenos Aires, con sus barrios, pasiones y contradicciones. Fue una operación cultural similar a la registrada por la literatura en 1926, cuando se cierra el ciclo de la novela gauchesca (con la edición de “Don Segundo Sombra”) y se abre el de la novela urbana (con la aparición de “El juguete rabioso”). En el cine y en los libros eran identidades en pugna.

El salto

Directores como Leopoldo Torre Nilsson, con “La casa del ángel” y “La mano en la trampa”, inauguraron un cine de autor que exploraba la represión social y moral. Torre Nilsson fue pionero en proponer una mirada más introspectiva y crítica de la identidad argentina, alejándose de la fórmula industrial y acercándose a las búsquedas artísticas europeas. Hugo del Carril había abierto el camino con “Las aguas bajan turbias”. Leonardo Favio continuó y profundizó la línea de Torre Nilsson con una construcción identitaria nacional a la que adosó una poética pocas veces equiparada en el cine argentino.

La última dictadura (1976-1983) representó un antes y un después, porque con el regreso de la democracia el cine se tornó un espacio de memoria y catarsis colectiva. “La historia oficial” mostró el drama de los hijos apropiados y abrió el camino para un cine comprometido con la verdad histórica. Contribuyeron películas como “La noche de los lápices”, “Garage Olimpo” y “Los chicos de la guerra”.

"Lo que se muestra es apenas un fragmento": ¿Quién se ve identificado y quién queda afuera en Homo Argentum?

El terreno quedó abonado para la irrupción del llamado “nuevo cine argentino”, capaz de multiplicar los puntos de vista sobre lo que puede significar la argentinidad. “Lo que me interesa del cine es cómo revela aquello que está debajo de las palabras, los gestos, los sonidos de un país”, describió Lucrecia Martel. De “Pizza, birra, faso” a “Mundo grúa”, los realizadores pasaron a abordar problemáticas urbanas, la marginalidad y la violencia, mostrando que la identidad nacional no es un bloque uniforme sino una suma de realidades en conflicto.

Críticos como Ricardo Manetti enfatizan que el cine no solo refleja la identidad de un país, sino que también contribuye a construirla, porque las imágenes en movimiento circulan, se repiten y se instalan en la memoria colectiva, fijando símbolos, héroes y paisajes. Así, los espectadores aprenden a reconocerse en esas narraciones y, al mismo tiempo, a discutirlas. “El cine argentino, con sus aciertos y sus olvidos, ha sido siempre la gran narración de nuestras contradicciones”, resumió otro crítico, Ángel Faretta.

Coda

El fenómeno “Homo Argentum” no deja de ser una hebra más en el más inacabado de las tapices argentinos. Ese entramado tan debatido y jamás consensuado del “ser nacional” que nos interpela al extremo de transformarlo en una obsesión. Pero no en cuanto a lo que la película propone como pintura de la argentinidad; sino en su carácter de artefacto capaz de redisparar el eterno debate. Mientras, tratando de definir a ese “ser nacional”, a generaciones de argentinos se les fue la vida.